miércoles, 30 de enero de 2013

La Espiral Dorada. Pt. 1

Enero 18, 1992.

Me resultó muy extraño encontrarme con una gota de agua sobre mi frente alrededor de las 9 de la mañana. Cumulus Nimbus. Si cada mañana hasta ahora había resultado poco alentadora, el encontrarse con un día de lluvia en pleno invierno me hizo pensar que Dios o lo que sea que habite sobre nosotros estaba conspirando para arruinarme las vacaciones.

Ahí estaba, atravesando las pocas concurridas tiendas del centro de la ciudad, todas alborotadas por el golpeteo constante de las gotas sobre el pavimento, pero principalmente, por las constantes quejas de la gente, siempre temerosa de lo que cae del cielo. Si no es la lluvia, son las ideas, las hojas, o algún loco que arma un escándalo por las gracias de algunas palomas que buscaban refugio.

Pero la verdad es que ese día, conforme el tiempo transcurrió, esa nube que tanta atención había llamado a la ciudad por la mañana, pupo controlar sus impulsos, y nos ofreció a todos una tarde llena de calma y las sobras de su tristeza. Una reconfortante secuencia de partículas que sólo consiguieron  hacerme sonreír. Y esa tarde, al pasar por la librería más conocida del pueblo, fue cuando la vi. Una pequeña libreta de color rojo carmín, perfectamente conservada, tal cual fresco de la era del Renacimiento, que bien pudo pasar como parte de alguna colección en algún museo famoso de Europa. Unos pequeños triángulos dorados encuadraban las esquinas de ese conjunto de páginas cuyo contenido me resultaba intrigante y totalmente desconocido, mas sin embargo, cual ratón hacia el queso, sentí un sobresalto hacia ella como ningún otro objeto me había provocado antes en mi vida.

Al entrar en la tienda, que no era mucho más grande que un salón de clases, le pregunté al dueño por cualquier tipo de información con respecto a esa libreta. La librería perteneciente al señor Whitsmore parecía una sección trasladada de la librería del Congreso en Washington D.C. Un par de mesas con un acabado muy fino, pero inundadas de polvo y otras partículas, yacían en ambos extremos del lugar, y en su centro y en el segundo piso del edificio, se podían observar los estantes hechos a mano por encargo del alcalde de la ciudad en el año de 1850. Infinidad de libros esperaban las constantes visitas de los ciudadanos que con muchos ánimos asistían generalmente en los horarios vespertinos, pero esa tarde, mi único interés se encontraba en algo que no era parte de aquella inmensa cantidad de saber.

En mi mente, millones de ideas circulaban mientras esperaba una respuesta; supuse que serían los apuntes olvidados por algún gran escritor o inventor, con una infinidad de teorías, diagramas y fórmulas de todo tipo de experimentos y fenómenos naturales. De igual manera, pensé en que se trataría del diario de algún héroe de guerra, o estrella cuya fama se elevó tanto a un punto en que le impidió continuar con los relatos de su vida previa, desconocida hasta ese momento para el resto del mundo. Mientras más cosas pasaron por los rincones de mi imaginación desde que esa libreta apareció ante mi, más me intrigaba su contenido, sus secretos, cual tesoro escondido permaneciera ocultado en alguna lejana isla desierta. Pero la respuesta que el hombre detrás del mostrador me devolvió, hizo que mi mente se quedara completamente en blanco.

-¿Ese pedazo de antigüedad? ¡No es más que una libreta vacía, un diario sin escribir! El dueño anterior, el hijo del señor Whitsmore, la encontró junto con otra cantidad de libros almacenados hace un par de meses. Antes de irse, me pidió que la limpiara un poco y la colocara en el mostrador en caso de que alguien la quisiera comprar. Hasta la fecha, nadie se ha molestado en esa reliquia-.

Me preguntó si estaba interesado en adquirirla, pues pronto la quitaría de su estante para colocar otras obras. Y para mi muy mala suerte, no contaba con el dinero necesario. Un día de compras por la ciudad no estaba contemplado al despertar, y mucho menos la compra de una libreta vieja tan peculiar. Con un poco de remordimiento y bastante frustración, salí de aquel lugar y me dirigí a casa, pensando sólo en que debía de juntar pronto lo necesario para que fuese mía.

Pasadas dos semanas, un día antes del viaje que realizaría por un año, decidí ir a toda prisa hacia aquél lugar de nuevo, convencido de que esa libreta seguiría ahí. Mis ansias no tenían cupo dentro de mi muy agitado corazón. Sin embargo, al llegar, encontré que aquella libreta de bordes dorados y decorado central en espiral había desaparecido, y en su lugar se encontraba uno de los libros más recientes que habían llegado a la biblioteca. Mi cólera aumentó al encontrarme con la sorpresa de que un par de días antes, alguien pasó a comprar algunos libros de ficción, unas novelas de Shakespeare, y de paso, esa libreta. Afuera, en el cielo, una tonalidad grisácea llenó las miradas incrédulas de los habitantes. Cumulus Nimbus. Tanta fue mi decepción por no poder conseguir aquello que tanto anhelaba, que por poco olvidé completamente el avión que debía tomar en tres horas aproximadamente. Estaba convencido que encontraría a la persona responsable, y haría lo que fuera para convencerla de que renunciara a ser dueño de aquella libreta a cambio de algo más. Y así, con la desdicha en mi rostro y en mi ser, la abundancia de la nostalgia por partir, miré por última vez mi hogar.

Y un año después de regresar de los jardines y la exigencia de París, de Londres y Berlín, mientras caminaba en el principal parque de aquella ciudad que extrañé por muchos días, en la víspera de aquella tarde, fue cuando la vi. A la chica que, un año antes, compró esa libreta roja.



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